Conversaciones en el
coche rojo.
I
Mi
café está tibio, el tuyo ardiente. Mis labios fríos tocaron el capuchino para
desprender el resto de calor que quedaba. A veces puedo ser un iceberg.
II
Pensar
hace daño, eso decías; y el café a final de cuentas no terminó de enfriarse.
Vivir no duele tanto como pensar. Estar así, tantas horas contigo mismo te hace
ir a la memoria que se retuerce desde los cimientos hasta lo alto de su columna
y hace un ruido extraño como el de los edificios de concreto que se mueven con
el viento polar. No dejas de sufrir mientras la cabeza da vueltas y vueltas a los asuntos que en realidad no
tienen respuesta y que te perseguirán por el resto de la vida: pequeños
monstruos que te esperan al cruzar la acera, al doblar la esquina o mientras se
apaga el día, cuando cierra la puerta para tragarte. Yo sé que recordarme te
corta, te parte en dos: el que debes ser y el que quieres ser. Yo te hago feliz,
te llevo a soñar, a ser libre y desatar
las posibilidades infinitas para ponerlas en tu mano sin miedo, igual que una
rosa recién cortada todavía viviente, respirando.
Pero
debes reconocer que yo en tu mundo soy salvaje y que estoy siempre del otro
lado de la pared, en las líneas del camino que nadie pisa, en el aroma perdido
del pan de la mañana o en las nubes que de noche sueñan con la lluvia.
III
Tal vez
no debas escucharme y terminar tu café solo, pensar que fui una postal de un
sitio lejano que de pronto se coló por
la ventanilla del coche y se estrelló en tu rostro, cuando parecías haberlo
visto todo; excepto el mar que vino a buscarte para mojar tu cuello y dejarte
un grano de sal en la lengua y abandonar sus historias en la raíz de tu mente. Yo también puedo
contagiar el miedo, el frío y las palabras.
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