Vienen a mi memoria los primeros versos de Las elegías de Duino, obra del gran poeta Rainer Maria Rilke cuando dice “¿quién si yo gritara, me escucharía entre las órdenes angélicas? Y aun si de repente algún ángel
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos”.*
Hoy pienso en el poder de la palabra poética, la facilidad con que domestica toda realidad, la contundencia con la que nos explica la miseria que se yergue ante nuestros ojos, pero como nos quedamos atónitos no podemos describirla tan puramente. Estamos ante lo enorme y ante lo desconocido, elementos que nos atacan por ambos flancos, no sabemos discernir de pronto, ni distinguir qué es exactamente lo que sucede y qué se espera de cada uno de nosotros como habitantes de un mundo donde el poder de la naturaleza decidió cambiar nuestro destino sin avisarnos, igual que ese ángel imaginado que abrazaría al poeta hasta destruirlo, así de pronto casi de la noche a la mañana nos hemos convertido en seres más vulnerables de lo que fuimos hasta hace relativamente poco tiempo.
Con estos pensamientos y una mirada poética, lo quiera o no, salgo a las calles y trato de colmar mi paseo de rostros, aromas, colores, sabores, pero encuentro solamente la zozobra, la propia y la de los otros, tengo preguntas y más que eso, preguntas sin respuestas.
Las calles han cambiado, la ciudad se vuelve otra, el vacío es ahora también un lugar, un día, una hora, un amigo que ya no está, el vacío es una tormenta, una calma aparente, la esperanza en quién sabe qué.
Para reconocer las formas de la ciudad, ¿qué será necesario?, puedo imaginar los escenarios, tantos modos de estar otra vez en los sitios donde estuvimos cientos de veces, donde fuimos los que fuimos, donde amamos, donde soñamos, pero nada será lo mismo, nada será igual porque nosotros hemos cambiado, algo nos sacudió y ahora no encontramos de pronto quiénes somos, ni podemos todavía decidir lo que será el futuro,  la forma de experimentar de nuevo lo que solíamos llamar de una forma natural e individualista la vida.
Hay algo que es ineludible ahora, hay que mirarse a uno mismo, soportarse, convivir a lo largo de todas las horas con la única cosa de la creación, que aunque no fue hecha por nuestras propias manos, sí nos representa en su totalidad, compleja o no: nuestro ser, con lo que eso significa, habrá que lidiar con pensamientos, deseos, miedos, impulsos, por eso tal vez nuestras vidas de antes eran más llevaderas, no teníamos que tolerar a ese uno mismo todo el tiempo, porque el otro o los otros son distracciones que nos permiten perdernos, esfumarnos por instantes de un pesado y puro yo.
La ciudad parece seguir a pesar de nosotros, todavía brillan los anuncios neón y pasa uno que otro vehículo, una persona a lo lejos se dirige al trabajo o al médico, la basura sigue como por generación espontánea, la muerte, la vida, la riqueza, la pobreza, el orden de todas las cosas y su sinfonía eterna, pero ahora con el covid-19 tendremos que aprender otro baile, otra forma de llevar el ritmo sobre cada urbe del mundo, la enfermedad ha sido una prueba más para la dura especie que somos.

*Versión de José Joaquín Blanco (publicado en La iguana del ojete en 1993)












Texto y fotos: Jeanne Karen

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Un poema del libro Menta.