Todavía sobrevive.
Todo era resplandor, hasta las montañas ardían, parte del paisaje, un cielo profundo.
Salieron esa mañana
como siempre rumbo a sus trabajos, ella una nube terca y húmeda, él un gorrión
travieso poseedor de un vuelo corto pero hermoso, ambos añoraban siempre los
amaneceres en el cuerpo espeso de un bosque.
El día se presentó
de traje gris con rayas y una lluvia intensa en los cordones de su abrigo de
mediodía.
Ella tenía que
dilatarse, dejarse caer casi entera, darse toda. Sería tal vez la primera
ocasión que descubriera la vocación del tiempo: en ese momento la invadió como
una sed la palabra eternidad y se dirigía hacia un sitio más alto para
disfrutar de lo que nacía como pequeñas
gotas de rocío en su piel blanca y suave.
Al llegar a la
claraboya del día, se volvió oscuridad, un deseo color plomo la llevó a
precipitarse violentamente y sólo quedó como un recuerdo la gama bermeja de
otros días, de extraños crepúsculos creados en los primeros años de su
existencia.
Debido a su más
grande placer, -un baño de tierra en el corazón de la ciudad, en un diminuto
parque con coníferas y pasto crecido-, el gorrión pasó cerca del suelo tantas
veces y luego, pasitos cortos, un suspiro, otro suspiro,
pasitos, se olvidó de volver a tiempo y ella con dolor dejó caer su cuerpo vencido sobre el rascacielos
donde tenían su nido; allá, después de ellos y su
amor, un rayo de sol besaba por vez
primera a otro gorrión con ojos de agua.
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